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miércoles, 21 de septiembre de 2011

Aquellos ojos verdes

Sebastian se despierta en un pequeño vestíbulo. Se encuentra con su cabeza reposando en un pequeño montón de tierra que presumiblemente se habría derramado de una maceta cercana, volcada. Le ha despertado la apertura de las puertas de un ascensor situado a apenas dos metros de donde está él, o más bien el sonido de la música ambiental que provenía del interior del mismo, de una dolorosa estridencia atemperada por la mala calidad del hilo musical. La canción que sonaba era "Aquellos ojos verdes", en una versión que no reconoció, y que de alguna manera le forzó a percibir que lo que estaba viviendo era la realidad y no un sueño. Sebastian se levanta torpemente y ve que en el suelo, al lado de donde yacía momentos antes, hay un sobre de tamaño considerable y de un apagado color beige que tiene escrito por uno de sus lados: "Modelo 134b / OBLIGATORIO Y URGENTE dar registro de entrada".

A partir de este momento todos los acontecimientos que se encuentra el lector parecen acrecentar la urgencia e importancia de que el protagonista realice la heroica tarea que se le ha encomendado. Sebastian sólo sabe su nombre, que tiene ese sobre en su mano y que debe entregarlo en algún lugar, pero no sabe dónde está dicho registro, qué contiene su importante carga ni, de hecho, dónde demonios está.

Y es que el edificio resulta ser el verdadero centro de esta historia. Un diplodocus de burocracia, de pasillos interminables y de zumbantes tubos de iluminación fluorescente que se mezclan con el horroroso bucle del hilo musical en los escasos momentos en que no se coincide con hordas de trabajadores, casi autómatas, entes deshumanizados con los que prácticamente no es posible entablar ningún tipo de comunicación con cierto sentido. Sebastian encuentra imposible conocer en qué día está viviendo, y adivinar la hora del día o la noche en la que se encuentra parece una quimera aún mayor. Como un Jonás en una ballena mastodóntica, como un Josef K. que lucha contra un leviatán de procedimientos, protocolos y reglas, Sebastian siente cómo su cordura se pierde entre los pliegues de las moquetas y largas alfombras de los pasillos de un edificio que, ya no lo duda, no es otra cosa que el infierno que debió ganarse en su ya olvidada vida.

August Whitaker, escritor canadiense muy poco pródigo en este tipo de literatura, nos sorprende con esta novela situada en esa oscura vereda (tan llena de deliciosos monstruos) que circunvala a Kafka y Saramago, denunciando -de nuevo- la pérdida de la humanidad del ciudadano en su imparable evolutivo, en el que éste tiende a obtener el más perfecto de los caos partiendo desde la más absoluta de las organizaciones.

Nada nuevo, es verdad, pero bien merece una lectura.

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